Recientemente he elegido el método pilates para mantener la espalda en su sitio. La mía tiene una tendencia extraña a descolocarse, a no ajustar cada hueso y músculo en el lugar que corresponde. Es curioso que algunas contracturas se instalen como quien alquila un pisito en el centro para quedarse. Bien, pues parece que este método funciona porque siento cierta mejoría que me anima a seguir adelante. Y para hacerme la vida más fácil y no ir corriendo de un sitio a otro como una desmelenada, he decidido hacerlo en casa a mi ritmo.
Para ello, me doy una vuelta por un gran almacén en busca de mi kit-pilates. El dependiente que me atiende, súper amable por cierto, me echa una mirada de arriba abajo sin ningún pudor. Pensemos que es para valorar la materia prima desde un punto puramente técnico. Ni idea del veredicto. Casi mejor. “Una colchoneta, un aro, una pelota, unas cintas para estirar …” enumera sólo lo básico. Le agradezco su visión profesional y sus consejos. Pertrechada salgo orgullosa y dispuesta a enderezarme.
Lo más llamativo por supuesto, la pelotita, por su tamaño. No sé muy bien dónde meterla así que mientras lo decido me voy encontrando con ella por los pasillos y noto que me reta venga a dar saltos. Parece que no domino la técnica porque de vez en cuando salgo disparada tipo proyectil y caigo peligrosamente cerca del pico de alguna mesa. Tendré que buscar un buen tutorial.
Recurro una vez más a la red para surtirme de clases. Oferta a discreción. Las primeras de la fila son de profesoras con unos cuerpazos imponentes. Súpervitaminadas y mineralizadas, primas hermanas de súper ratón. Ideales todas. Y de pronto me aparece la imagen de una profesora brasileña, como son ellas, más redondas, más de este mundo. Así que para probar me decido por ella. Hallazgo. Qué gozada de clase. Entramos en el mundo real, de lo que uno se encuentra por la calle. Una chicha aquí, otra allá y tan ricamente. Así que vamos a mover lo que cada uno tenga que mover que para eso estamos.
Empezamos, pim pam pim pam venga estírate, sube más la pierna, elonga el cuello por detrás, piernas y brazos en forma de “V”, la postura se las trae. Allá que me estirajo como un chicle. Poco a poco empiezo a notar una sensación de relajación nueva. No por el ejercicio sino por la tranquilidad que voy sintiendo gracias a mi nueva amiga. Empiezo a preguntarme qué puede ser eso que me está transmitiendo. Llego a la conclusión de que es su forma de presentarse ante la cámara y el mundo la que me está hablando. Me dice algo así como hola aquí estoy para enseñarte lo que sé. Ni más ni menos. Tan feliz y tan tranquila. Sin ninguna pretensión, sin querer ser otra que no es y sin ocultar nada. Esa sensación de bienestar que me transmite me acompaña los siguientes días y me ayuda a reflexionar.
Empiezo a acordarme de que efectivamente la imagen general que tengo de las mujeres brasileñas en las sambas, en las playas o dónde sea, es de mujeres que lucen orgullosas su palmito y viven sin complejos, más felices que qué. Muchas de ellas alejadas de las medidas imposibles de hoy, tan perseguidas y propiedad de una minoría. Creo que gracias a cómo se ven ellas a sí mismas, así las veo yo, estupendas.
Y me quedo con esta idea. Cómo nos veamos a nosotros mismos es cómo nos ven los demás. Si yo me veo bien, esa será mi tarjeta de presentación. El problema a veces reside en lo que cada uno define como bien.
Por un lado, los que definen su “bien” en torno a la perfección, a lo que es casi inalcanzable o entienden que gusta a los demás y no cumplen. No ponen el punto de mira en ellos, sino fuera de ellos mismos. Difícilmente podrán verse bien.
Entiendo que cada cual sabe encontrar la altura de sus tacones, el color de la barra de labios o el peinado que mejor le siente. Querer sacarse mayor partido e incluso causar sensación es del todo natural, porque todos necesitamos que nos quieran, pero de ahí a inmolarse en el camino para conseguirlo, va un trecho. Y no me estoy refiriendo solo al plano físico que quizá sea el más visible, sino también al plano más íntimo de la persona. Me produce una tristeza infinita ver a personas que no se valoran porque piensan que no cumplen las expectativas de los demás, no sienten que están a la altura. ¿A la altura de quién o de qué? Ignoro qué razón puede haber para que dos personas se sitúen en diferentes alturas. Son personas que sufren de forma brutal porque no se sienten queridas. En mi opinión, el problema no es que no se sientan queridas por los demás, el problema es que no se quieren a sí mismas. En ese empeño por conseguir amor, hacen lo que sea necesario. En la mayoría de los casos sin ser conscientes de lo que les ocurre y sin saber dónde van dejando trocitos de sí mismas. Para temblar.
Por otro, los que definen su “bien” en torno a,
Colocar los listones en un lugar lógico y equilibrado
Darse la importancia justa
Dejar de mirarse al espejo cada minuto y medio
Reírse un poquito más de sí mismos
Aceptar lo que les gusta menos y valorar lo que les gusta más
Estar en paz con el conjunto porque es suyo, piensan que es bueno y merece la pena
Son personas que disfrutan de autonomía emocional y no dependen de los demás para sentirse bien. Son personas que se miran con ternura acogiendo las diferencias.
Estos afortunados se van a casa con tres premios:
Pueden ver y querer a los demás tal y como son porque las diferencias no suponen una amenaza para ellos. Acumulan buenas dosis de confianza y seguridad que les permite pisar firme por la vida.Y por último, son maestros en hacer sentir estupendamente a la gente que les rodea.
La tarjeta de presentación de estas personas tiene su nombre escrito en mayúsculas. Luce sus colores. Respira aire fresco y limpio. Y eso, es lo que vemos los demás.
Ana