Una vez más llega a mis manos un libro sobre el pueblo judío y una vez más me adentro en su lectura, ávida por conocer. En este caso es la historia de Edith Eger, superviviente del campo de concentración de Auschwitz. No sé que tiene la historia de este pueblo que tanto me atrae, quizá sea porque durante una época compartimos tierra y avatares y su ausencia me produce tristeza y la nostalgia del país que podíamos haber sido, de estar aún entre nosotros.
Las reseñas del libro hablan de una historia de superación ante las adversidades. Yo más bien creo que es una historia de amor. Amor por la vida. Y en paralelo, la necesidad de ser amado, de pertenecer, de ser reconocido.
Edith nos deja un maravilloso legado en forma de innumerables aprendizajes a partir de vivencias extremas y de su forma de encarar la vida tras la liberación. Creo que ella se alegraría al saber que su experiencia es de utilidad para nosotros, tan ajenos a los campos de exterminio nazis, pero en ocasiones, tan prisioneros de nosotros mismos en nuestra propia mente, como ella explica.
La autora menciona a su amigo y mentor Viktor Frankl y su libro El hombre en busca de sentido, en el que llega a la conclusión de que la persona que encuentra un sentido a su vida, un para qué, tiene más posibilidades de salir adelante, de sobrevivir. La privación de nuestras libertades es posible, pero la única que nadie puede arrebatarnos es la libertad de elegir cómo queremos vivir las situaciones que se nos presenten. Nuestra actitud, es una elección personal. No depende de las circunstancias. Y añade, si somos capaces de encontrar un sentido a nuestra vida, entonces seremos capaces de elegir esa actitud.
Ya a Epicteto, filósofo griego del siglo I, se le atribuye la idea del “albedrío” como nuestra capacidad de elegir en cada momento qué y cómo pensamos: la libertad pura. Decía que no nos perturba lo que nos ocurre, sino lo que pensamos de ello.
Creo que ambos autores inciden en la misma idea y nos dan claves para replantearnos nuestra forma de vivir las circunstancias que nos encojen el alma. Sin embargo, una cosa es entenderla y otra bien distinta llevarla a la realidad y hacer exactamente eso, usar nuestra libertad.
Para reflexionar sobre esta idea, solo una de tantas de este maravilloso libro, empiezo por preguntarme ¿qué es lo que compromete nuestra libertad?.
Voy a ir abriéndome camino a través de preguntas y respuestas.
¿Qué sabemos de nosotros mismos?
Creo que este es el punto de partida. Cuando nos vemos atrapados en una situación que nos parece muy difícil de manejar, cuando esta situación nos bloquea, nos atenaza el miedo, la ira o la tristeza y entramos en bucle dándole vueltas y más vueltas, seguramente estamos reaccionando ante ella de la misma manera que lo hemos hecho en situaciones parecidas durante años, dando la respuesta por defecto, la que nos sale de dentro sin más, la automática. Podemos seguir así toda la vida, viviendo y reviviendo los mismos ataques en situaciones parecidas. Pero también podríamos hartarnos de nosotros mismos y soñar un escenario diferente. En ese caso urge una parada en seco para observar qué es lo que está ocurriendo y analizarlo. Esto requiere muchísimo entrenamiento. Parece simple, pero no lo es. El solo hecho de querer parar a observar indica que quizá, sólo quizá, me quiera plantear mi mundo más allá de mi ombligo, que quizá quiera empezar a mirar dentro de mí qué es lo que a mí me pasa para que esa situación me saque de mis casillas, me paralice, me llene de rabia… Resulta de gran ayuda observar a otras personas en situaciones parecidas y ver cómo reaccionan. Es posible que muchos sean de los míos y su ejemplo no me sirva… pero salvo que estemos en un entorno de borregos absolutos, también es posible que haya alguien que ante una situación parecida dé una respuesta original. Bingo. Me hará ver que la mía, no tiene por qué ser la única opción. Es el momento en el que podemos tomar consciencia de nosotros mismos, de empezar a conocernos.
¿Toma de consciencia?
Para mí la toma de consciencia tiene que ver con despojarme de mentiras que me ha ido creyendo sobre mí misma y bucear en mi mirada y en mi corazón. Tiene que ver con descubrir, con sacar la lupa y husmear en cada rincón para conocer cómo pienso, qué emociones predominan en mí, cuáles son mis comportamientos, de qué forma me miro y miro a los demás, cuáles son mis sueños, cuáles mis miedos, mis angustias, qué me hace vibrar. La lista es larguísima y hay que ir poco a poco con la bandera de la humildad y el coraje desplegada. El paisaje que nos vamos a encontrar es al mismo tiempo desierto y oasis y mi mejor compañero para transitarlo será el Amor con mayúsculas, que me ayudará a comprender, dar sentido, suavizar, aceptar y amar cada granito de ese océano de arena.
¿Qué cadenas nos impiden ser libres?
Cuando ponemos sobre la mesa nuestros tesoros internos, veremos que algunos son liberadores, expansivos, llenos de vida y otros sin embargo son como cadenas que nos atan y nos hacen caminar cojeando. Hacia los primeros, gracias, infinitas gracias. A los segundos, hete aquí, pasa y hablamos. Y me remango. Me hago responsable de ellos. La libertad viene de la mano de la responsabilidad, como dice Edith Eger. No son los otros los que me provocan esto o lo otro. Es mi yo más profundo el actor principal y al que le queda mucho por aprender. Así que me preparo para trabajar sobre ellos, para saber qué color, olor y textura tienen. De qué forma limitan mi vida e impactan en la de los que me rodean, de qué manera me incapacitan para dar las respuestas que yo quiero dar, cómo influyen para quitarme la paz que tanto ansío. Todo eso está dentro de mí, raramente fuera. Y por eso hay que remangarse, no queda otra. Conviene conocer cuáles son mis rencores, mis angustias, mis reacciones automáticas, mis anhelos, mis necesidades más escondidas, mis intenciones reales, mis inseguridades, el tamaño de mi ombligo o los límites de mi victimismo… por decir algunos. Y cuando tengo cierta claridad sobre ellos espero a una ocasión propicia para observarme, tipo sabueso detrás de la presa. Tranquilos, la presa no se hace esperar. Bang. Aparece. Algo me quita la paz. Ahí está la ocasión. Con mi pequeño arsenal de aprendizajes me pongo detrás de la barrera para tomar distancia y observo de qué está compuesta mi cadena y la gran bola en el extremo. Es el momento de escuchar el ruido estridente que produce a mi paso, lo que provoca en los demás y la estela que deja. Tengo que reconocer que este trabajito es solo para valientes. En medio de la tormenta a ver quién es el guapo que es capaz de asociar rayos y truenos con cadenas y bolas. Más bien nos inclinamos a pensar que la borrasca llegó de forma repentina por el noroeste, como siempre y hala, a correr, como siempre.
¿Qué pasaría si nos quitáramos las cadenas?
Si hemos realizado un dibujo minucioso de nuestras cadenas y conocemos las consecuencias de arrastrarlas, es el momento de decidir qué queremos hacer con ellas. Ay amigo, ese es un pedazo de reto. A veces preferimos mantenernos en la indiferencia, la rabia, el victimismo… algo sacamos de ello. Y como contrapartida vivimos una vida mediocre, estéril, infecunda. Pero hay personas que, enamoradas de la vida, prefieren atreverse a romper con ellas. Ese es el principio de la libertad. Sin cadenas somos libres para decidir qué hacer, cómo actuar, qué respuesta dar, qué sentir, con qué actitud vivir… No sentir ningún peso que nos arrastre es como volar. Como volar por encima de nosotros mismos y de las circunstancias.
¿Y qué hacer con esa libertad?
Esta es la pregunta. Y para mí solo hay una respuesta posible. Ser libre consiste en querer elegir amar, perdonar, dar una y mil oportunidades, olvidar, comprender, entrar en el corazón del otro como el que entra en una capilla, porque es terreno sagrado. Solo así, somos realmente libres y vivimos una vida con sentido.
Desde este pequeño rincón, un millón de gracias, Edith, por enseñarme que la prisión es una elección, igual que lo es la libertad.
Ana