Por alguna razón ha venido a mi memoria una conversación que tuve con una compañera de trabajo hace un montón de años. Teníamos una relación… digamos que tensa… sí, vamos a decir tensa para ser fina. Como detalle aclaratorio me atrevo a confesar que sentía vivamente cómo se me retorcía el colmillo al pensar que me tenía que reunir con ella, las pulsaciones se aceleraban y los pensamientos se disparaban en un torbellino de monadas, una detrás de otra, todas en fila india. En fin, un panorama curiosito que el transcurrir de los días no conseguía suavizar, más bien lo contrario. Aún recuerdo alguna de las emociones que pululaba por mis venas… feas a más no poder. ¡Qué triste! Lo más triste es que todo empezaba y terminaba en mí. El mundo por un lado, yo por el mío. Con mi rabia y mis líos mentales iba y venía al trabajo con la mochilita cargada con lo que yo misma había fabricado, un montón de sandeces y niñerías varias.
Hasta que llegó el día de no-puedo-más. Ese día fue el gran día, como todos los grandes días en los que mi silenciosa conciencia se cuela por una rendija y de forma pausada pero impenitente me susurra al oído alguna verdad que no quiero oír. Me dejó ver la locura de mi mente y el despropósito de mis comportamientos. Fui tomando consciencia de lo que habitaba en mí y no en ella, en la situación, en el trabajo, en qué se yo. Empecé a cuestionarme si tal vez, solo tal vez, era yo la causa de mi paupérrimo estado emocional. En aquél momento no lo tuve demasiado claro, lo que tenía era un batiburrillo caótico que me asolaba y me arrastraba sin control, pero lo que tuve bien clarito fue que así no podía seguir.
Y tomé una decisión, esto hay que solucionarlo cómo sea. El cómo sea era lo más difícil. La única opción que vi fue mantener una conversación lo más civilizada posible. Qué sabía yo entonces de conversaciones de calidad capaces de restaurar hasta lo más perdidito. No tenía ni idea. Pero lo que sí tenía era determinación y ganas. Ganas de dejar de oír mis propias quejas. Y muchas ganas de dejar de pasarlo mal. Así de sencillo. Con esas armas y poquito más reservé sala y allá que me lancé. Mentiría como una bellaca si dijera que fue una decisión de hoy para mañana. Me costó lo mío. Iba y venía con mi decisión poniendo sobre la mesa todo tipo de excusas para no lanzarme, agazapada muerta de miedo a ratos, altiva en las alturas llenita de orgullo otros. El día llegó y allí me veo yo sentada frente a ella. Sin saber bien cómo, fui abriendo las compuertas de mis pensamientos y mis emociones y desgranando lo que deambulaba libremente por ellas. Con respeto absoluto y mayor asombro ella escuchaba y asentía. No tenía ni la menor idea de lo que se cocía en mis fogones. Pues si ella estaba perpleja, yo lo estaba aún más viendo su cara de qué me estás contando. Cómo era posible que ella viviera ajena a todo mi malestar. Pues sí. Llovieron las aclaraciones, los puntos de vista, los perdones. Fue un punto y aparte. Hoy somos buenas amigas.
Y es que esto pasa y pasa con mucha frecuencia. Vivimos situaciones complicadas que nos hacen infelices, muy a menudo en el entorno laboral, familiar o incluso entre amigos. Fabricamos historias, cuentos para no dormir sobre los demás y nosotros mismos. Ah pero ignoramos que de la mano de nuestras historias, bien pegaditas, conviven las emociones. Si lo que nos contamos tiene que ver con lo mal que me cae aquél o aquella, si tiene que ver con las cuatro palabritas que le diría, si tiene que ver con que en algún momento se hará justicia, si tiene que ver con que… entonces las emociones que vamos a vivir van a tener mucho que ver con la rabia, el miedo, la tristeza y en torno a ellas las miles de posibles sutiles variantes. Lo más espeluznante es que somos muy capaces de seguir enganchados a ese tipo de situaciones for ever and ever. La mayoría de las veces ni siquiera somos conscientes, nos creemos a pies juntillas lo que nos contamos. Que si éste me ha hecho, que si aquél me ha dicho o dejado de decir, que si fíjate cómo me ha mirado, que si hoy sí que sí se la cosa ha pasado de castaño oscuro, que si… Y en la tarea de fabricar no se nos ocurre cuestionarnos, preguntarnos si acaso el otro también siente y padece, si es posible que haya razones que nuestra ceguera nos impida ver, si quizás otros puntos de vista se escondan detrás de las cortinas de su también complejo mundo interior.
Hablar de absolutos me parece una necedad, no siempre se arreglan las situaciones con una conversación. Sin embargo, creo firmemente que una conversación diseñada con mimo resuelve muchas relaciones enquistadas, muchas más de las que nos podemos imaginar, y no solo resuelve sino que ayuda a construir relaciones de calidad.
Diseñar con mimo implica en primer lugar, abrir unas cuantas puertas y descubrir qué hay detrás. Llegar a la habitación de nuestros pensamientos y leer lo que aparece escrito en sus paredes. Entrar en el desván y ser espectadores de lo hacemos, no hacemos y fundamentalmente de qué modo. Bajar a los cimientos y encontrarnos con nuestras creencias y valores más profundos. Afinar el olfato para poder percibir qué emociones van y vienen por ese lugar. El caminito no es precisamente fácil, no, no lo es. Sobre todo porque el ego ocupa mucho lugar y la humildad y la comprensión poco. Porque la fuerza de la costumbre nos mete en el cauce ya recorrido mil veces y no vemos otros senderos por los que transitar. Como digo, el camino no es fácil, pero merece la pena recorrerlo.
Y en segundo lugar, diseñar con mimo implica tener muy claro qué queremos lograr, qué tipo de relación queremos construir, qué vamos a decir y qué no. Los detalles del encuentro… no es lo mismo hablar entre ruido, con interrupciones y con el móvil encendido, que en un lugar tranquilo y de paso acogedor acompañados de un café de los ricos. No es lo mismo disponer de diez escuálidos minutos que disfrutar del tiempo a nuestras anchas. Implica, además, elegir un determinado tipo de emociones y un modo de estar. No todo vale. No valen los reproches, ni las listas de agravios, ni las exigencias. Valen las palabras dichas desde un corazón en paz, desde la aceptación de uno mismo y el otro.
Y así, construiremos relaciones de calidad.
A veces es cuestión de llenarnos de coraje y pronunciar algo tan sencillo como un ¿hablamos?
Ana