Cuando era sólo una niña tuve la fortuna de poder trabajar detrás de un mostrador atendiendo al público. Era una papelería familiar en un barrio de Madrid a la que acudían gentes de aquí y de allá.
Nuestros clientes eran de todos los colores: mayores y pequeños, gruesos y flacos, tristes y alegres, los más humildes y los menos, los que sabían esperar y los que se colaban sí o sí, los que nos hablaban desde las alturas y los que tenían los pies y el corazón en la Tierra, los amables, cariñosos y agradecidos, los exigentes, avasalladores e intransigentes. Les veíamos entrar por la puerta y la práctica aderezada con un instinto primario nos avisaba de forma fulminante atención que llega míster wonderful, ojo que entra la listilla, ahí viene lo más salao del barrio, cuidadito con la señorita xyz que hoy viene con prisas… Hoy me doy cuenta de cuán fácil es etiquetar a las personas. Dicen que esto nos facilita al interacción rápida, sí, sí, eso es así, y además nos hace caer en errores garrafales… pero este no es el tema de hoy…
Almaceno en mis recuerdos anécdotas imborrables, llenas de ternura. Llega a mi memoria la cara de la viejecita que decía adiós con dolor a sus pesetas en el mostrador, para llevarse el cuaderno de “respirar”, como ella lo llamaba, que no era otra cosa que el cuaderno con “espiral”, vamos el que tenía un alambre a la izquierda. Casi con la misma ternura y alguna risa, abren la puerta de mi memoria personajes encantadores como aquél arquitecto que defendía el bastión de su inteligencia con argumentos tales como yo soy arquitecto y te digo que esta escuadra y cartabón que me llevé ayer están torcidos. Perpleja me quedaba yo pensando para mis adentros qué tendrá que ver que sea arquitecto, si están torcidos se cambian y punto. Inocencia, bendita inocencia la mía que no sabía entonces poner nombre a nuestro amigo, el ego. Me conmovían las almas perdidas que buscaban refugio contándonos más desdichas que dichas. Por aquél entonces aprendí la necesidad de hablar de muchos, o más bien la necesidad de ser escuchados, la necesidad de afecto, la necesidad de contacto con otro ser humano, ni más ni menos. Aquellas experiencias fueron purita escuela de vida para mí.
Creo que fue en aquella época cuando nació en mí la pasión por las personas. Al acabar el día llegaba siempre a la misma conclusión, las personas son fascinantes, todas distintas, cada cual llega con sus cosas y sus vidas, con sus prisas, inquietudes, manías, miedos, sus pasiones… la certeza de que ganan por goleada los buenos no me ha abandonado nunca. Ganaban por mayoría los amables, los simpáticos y divertidos, los generosos en sonrisas. En un pequeño reducto quedaban los pocos que con sus exigencias, con su forma agresiva o altiva, enturbiaban mi mundo interior, pero eran los menos, un porcentaje mínimo que no lograba empañar mis días, ni cambiar mi concepto del ser humano.
Hoy en día he logrado unir ambos, a los buenos y a los malos, como yo les llamaba. Ya no hay buenos ni malos, somos todos personas con aprendizajes que nos permiten vivir vidas plenas o que nos limitan, que nos impulsan o nos frenan, cada uno con nuestros valores, creencias, nuestra forma de ver la vida, nuestras pequeñeces y grandezas… Y creo que esa convicción es la que me permite sentir pasión por conocer, explorar, experimentar, aprender.
Y con esta pasión es con la que empiezo esta aventura, de la mano de Mabú, amiga, y compañera en esta nueva andadura. Con esta pasión queremos crecer, compartir, acompañar, transmitir lo que hemos aprendido y vamos aprendiendo. Con el propósito de aportar, sumar, contribuir a generar consciencia, amor por nosotros mismos y por supuesto, pasión por la vida.
Ana