09:00 en punto de la mañana. Entro en la oficina en mi primer día de trabajo. Recién salida del horno. Experiencia cero. Ganas e ilusión, diez. Avanzo por los pasillos hacia la mesa que voy a ocupar desde hoy, hasta Dios sabe cuándo. Me presentan a unos y otros y yo sonrío muy educada. El torrente de emociones que pulula a sus anchas es curioso. No solo el mío, también el que intuyo en la sala. De golpe y porrazo trazo un mapa en el que voy poniendo chinchetas de colores. Flanco sur: sujeto delgado, moreno y con cara de pocos amigos. Le asigno una chincheta marrón oscura. A su derecha y de espaldas, una pelirroja de aspecto desenfadado, con cara de lista, sonrisa franca y dentadura impoluta. Me gusta, así que para ella, la verde. Si miro a mi izquierda me topo con un tipo imponente que además lo sabe. Me saluda con un bienvenida al barco de esos que derriten el esqueleto. Por lo bajini respondo pues yo ni te cuento. Lo único que le reprocho es el tubo entero de gomina que se ha echado en el tupé. Una pena. Para él una naranja. Si apunto al norte me encuentro con un caballero de los de antes. Un señor entradito en años, con traje oscuro a medida, corbata clara, gemelos en la camisa. Por su aspecto y su aire confiado resuelvo que es el jefe. Me ha hecho sentir en casa. Sin duda, la azul es suya. A su lado pero en las antípodas, me mira una mujer enjuta, igualmente trajeada. Su gesto estirado y el rictus sobrio me dicen a gritos que cuanto más lejos mejor. Miedo, da un rato, así que le doy la morada. Por fin, como si lo hubiera estado buscando, me encuentro al dueño de la roja. Un chaval bajito, pelo de punta, vaqueros desteñidos y cara de guasa. Me planta un par de besos y con un guiño conectamos inmediatamente. En cuestión de minutos tengo la orografía bastante bien definida.
Con el paso de los días y los meses voy mejorando mi mapa, matizando unos colores, realzando otros. Me sirve de guía para moverme por el terreno. Me muestra las zonas umbrías por las que ir con cuidado, las aguas tranquilas o las más revueltas. Me ayuda a localizar puntos estratégicos en los que repostar para coger fuerzas y llenar mis motores, como si de gasolineras se trataran. Y con el mismo tino, me avisa de otros donde ocurre lo contrario, como me descuide, me drenan hasta la última gota.
Entrar por la puerta los lunes es como entrar en un micro-planeta, con toda su variedad de flora y fauna. Cada cual con su forma de entender la vida, sus experiencias, su mundo emocional. Y entre tanta riqueza me topo invariablemente con dos opuestos. El que me responde a mi alegre buenos días, qué tal? con un, de lunes. Y el que al mismo saludo responde con un de lujo. La diferencia no es precisamente baladí.
Ignoro a quién se le ocurrió el primer de lunes, pero lo que tengo claro es que se lució con la expresión. Hizo un flaco favor tanto a los que la dicen como a los que la escuchamos. Los primeros porque la pronuncian con la complicidad del que comparte un dicho popular certero, sin darse cuenta del impacto que tiene ese par de palabras. Estoy convencida de que les coloca en un sitio bastante inhóspito desde el que empezar la semana, escoltados por estados de ánimo de dudoso color. Con ese panorama, van a tener que salir a cazar motivación si quieren afrontar los retos del día a día con ciertas garantías. Los segundos porque tenemos la desgracia de que salvo que vayamos protegidos, nos cae como un jarro de agua fría. Tardé un tiempito en adivinar que semejante expresión pegajosa no me hacía ni pizca de gracia. La recibía inconsciente, como tantas otras, como si no pasara nada, hasta que caí en la cuenta de que cada vez que alguien la repetía empezaba a sentir como si me despojaran de mi alegría y a cambio me plantaran delante de una montaña difícil de escalar. Buf, qué poquito hace falta para contagiar las emociones. Por esa razón, hace tiempo decidí desplegar mi paraguas muy elegantemente para que esas palabras y su frío desolador resbalaran silenciosas cayendo al suelo.
De lujo, sin embargo, tengo claro a quién se lo escuché decir por primera vez. Un gran compañero y amigo que lo pronunciaba con una sonrisa enorme y mayor convicción. Sin saberlo me llenaba de gasolina mis circuitos, justo lo que necesitaba para abordar lo que tuviera por delante. Lo más curioso es que lo usaba incluso en momentos de fuerte marejada, cuando el resto no sabíamos donde asirnos para no caernos por la borda. Su impertérrito de lujo era capaz de colocarnos de nuevo dentro del barco para seguir remando. No se trata de una mera expresión, sino de una actitud que permite ver lo bueno, lo que tenemos, lo que se puede hacer, las oportunidades. Una actitud que viene acompañada de emociones que nos capacitan para lograr lo que queremos, disfrutando del camino.
De nuevo hablamos de elecciones personales, de saber qué conviene comprar y vender en la arena pública. No todo sirve, pero hay grandes personas capaces de sacar al mercado material precioso disponible para todos.
Ana